Por Gustavo Hasperué, Secretario Académico de la Facultad de Filosofía y Letras de la Pontificia Universidad Católica Argentina
La pobreza es un “escándalo”, han dicho nuestros Obispos. Y en esto no están solos: personas de diversas extracciones políticas, filosóficas o religiosas manifiestan su sincera preocupación e indignación por las penosas condiciones de vida de los más pobres. Muchas personas, afortunadamente, pasan de la preocupación e indignación al compromiso concreto y a la acción solidaria. Y pesar de todo, el problema persiste y empeora. Millones de argentinos siguen fuera del proceso de desarrollo; están excluidos porque, como decía Juan Pablo II, “no disponen de los medios que les permitan entrar de manera efectiva y humanamente digna en un sistema de empresa, donde el trabajo ocupa una posición realmente central” (CA, 33).
¿Qué hacer frente a esta situación? La eficacia de un curso de acción determinado depende principalmente de un buen diagnóstico, más que de la preocupación o buena intención de quien lo propone.
A nivel de diagnóstico, existe en nuestro país un consenso bastante amplio con respecto a un punto: terminar con la pobreza debe ser principalmente una tarea del Estado. El Estado, se dice, tiene la obligación de garantizar a todo ciudadano la alimentación, la vivienda, la educación básica, la atención médica y un ingreso digno, ya sea mediante el trabajo o un subsidio de emergencia. La creencia generalizada sostiene que la sociedad civil y “el mercado” no son capaces de terminar con la pobreza. Por lo tanto, el Estado debe, según esta opinión tan extendida en nuestro país, implementar diversas políticas asistenciales para los que no tienen trabajo o tienen un ingreso muy bajo, y también establecer leyes muy estrictas de protección para los asalariados.