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lunes, 5 de noviembre de 2012

Una buena refutación contra las declaraciones del Padre Adolfo Nicolás SJ ("papa negro")

Lo tomamos de Infocatólica. Para qué más comentarios, leamos:
http://infocatolica.com/blog/coradcor.php/1210310527-el-preposito-general-no-tiene

1.11.12
A las 12:33 AM, por Luis Fernando 
El P. Adolfo Nicolás, sj, Prepósito General de la Compañía de Jesús, ha concedido una entrevista al Servicio Digital de Información de su orden religiosa. El “papa negro” ha dado su opinión sobre el último Sínodo. Aunque reconoce aspectos positivos en el mismo, lo cierto es que sus críticas son muy contundentes. Ha dicho que la voz del Pueblo de Dios no ha tenido ocasión de expresarse en Roma, lo cual ha hecho difícil evitar el sentimiento de que se trataba de una reunión de «hombres de Iglesia afirmando la Iglesia», lo que puede llevar a caer en el peligro de buscar «más de lo mismo».

No estoy de acuerdo con esa crítica. Un sínodo de obispos es un sínodo de obispos. Está para lo que está. Y si no, se llamaría de otra manera. Si ya es difícil que los obispos puedan tener intervenciones largas en este tipo de asambleas, ni les cuento lo que sería si se diera paso a los sacerdotes, diáconos y seglares. Por otra parte, los fieles pueden dar su parecer a sus respectivos obispos en las jornadas diocesanas. En las mismas se puede escuchar su voz. Y luego el obispo es el responsable de llevar a Roma lo que crea oportuno.

Sin embargo, me parece mucho más precoupante lo que ha manifestado el P. Nicolás en relación a un tema tan fundamental como las misiones y la salvación de los hombres. Al comentar la espiritualidad de los pueblos asiáticos, asegura que en ellos se da lo siguiente:

… piedad filial que en ocasiones alcanza niveles heroicos; la búsqueda totalmente absorbente del Absoluto, y el gran respeto que se tributa a los que se dedican a ella; la compasión como modo de vida que surge de una profunda conciencia de la fragilidad e impotencia humana; tolerancia, generosidad y aceptación de los otros; apertura de mente; reverencia, cortesía, atención a las necesidades de los otros, etc.

El Apóstol más evangelizador de la historia, San Pablo, tiene de los judíos y de los paganosuna visión mucho más pesimista (Romanos 1-2). Él se gasta y se desgasta por el Evangelio, viendo, iluminado por el Espíritu Santo, que “todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3,23-24). Uno se pregunta si Asia es un continente que cuenta con el privilegio de que el pecado original no haya afectado mucho a sus habitantes, pues incluso sin conocer a Cristo, pueden florecer nada menos que en “santos". Si son tan buenos, tan santos y tan maravillosos sin que el cristianismo haya sido un elemento esencial de su culturas, ¿para qué vamos a molestarles llevándoles a Cristo? Es cierto, y desde el principio lo ha sabido la Iglesia, que Dios “acepta al que lo teme [al que cree en Él] y practica la justicia, sea de la nación que sea” (Hch 10,35). Pero un optimismo extremo sobre la posibilidad de santidad en los paganos no parece conforme a la urgencia que los Apóstoles sentían por la evangelización del mundo: “¡Ay de mí si no evangelizase!” (1 Cor 9,16). La que hacía igualmente de un San Francisco Javier, S. J., una llama ardiente para encender a los pueblos en la luz de Cristo.

No en vano, le preguntan don Adolfo:

- ¿Cómo es posible que los misioneros, o la Iglesia, no hayan sido capaces de «ver» esos maravillosos signos como obra de Dios?

A veces es muy difícil interpretar por qué no ocurre algo. Uno tiene la tentación de acudir a explicaciones que podrían ser correctas pero también podrían ser teorías ajenas a la cuestión. Quizás no nos sentimos a gusto con un Dios de sorpresas; un Dios que no sigue necesariamente la lógica humana; un Dios que siempre saca lo mejor del corazón humano sin violentar las raíces culturales, o la religiosidad de la gente sencilla.

Si el P. Adolfo tiene razón, me imagino a los pobres misioneros católicos ante la tesitura de que van a evangelizar a pueblos donde hay tantas señales de santidad, que casi son ellos los evangelizados por esa religiosidad de gente sencilla que, loado sea el Altísimo, les descubre y los conduce por el camino de la salvación.

Y claro, ante semejante derroche de santidad nominalmente no cristiana -no digamos católica-, la pregunta sobre si hay salvación fuera de la Iglesia recibe del Prepósito General una respuesta afirmativa sin restricción alguna:

- Lo que está Vd. diciendo es que hay «santidad» fuera de la Iglesia. Pero si hay «santidad» ¿no deberíamos decir también que hay salvación?

¡Por supuesto! Eso lo sabemos desde siempre. Es parte de la libertad de Dios. Dios es libre para hacer lo que Dios quiere con su pueblo (hombres y mujeres) en cualquier situación y cualquier contexto. Jesús nunca tuvo dificultad en reconocer en un soldado pagano de Roma o en una mujer extranjera, una profundidad de fe que faltaba entre sus propios discípulos. ¡Pero yo no tengo una teoría propia de salvación! ¡Así le ahorro su siguiente pregunta! Mi preocupación más profunda es encontrar cómo Dios actúa en la gente, y así cooperar con el trabajo de Dios. De este modo no me puedo equivocar: si construyo una teoría ciertamente podría equivocarme.

Yo creo que, efectivamente, no hacen falta teorías personales sobre la evangelización y la salvación del mundo. Basta con acudir a la Escritura y al Catecismo de la Iglesia para encontrar la doctrina verdadera. Es bastante simple, la verdad. El hombre peca y como resultado del pecado, está separado de Dios. Entonces Dios, para no dejar al hombre en sus pecados, envía a su Hijo para que sea luz de todos los hombres y para ofrecerse como víctima propiciatoria de sus pecados, cosa que cumple en la Cruz. El Hijo vence al pecado y a la muerte, libra al hombre de la cautividad del diablo y del mundo, y resucitando al tercer día, antes de subir a los cielos a prepararnos morada a todos, envía a su Iglesia a predicar el evangelio a todas las naciones.

Voy a citar un documento fundametal del Magisterio de la Iglesia, Dominus Iesus, sobre la condición única e irremplazable de Cristo como Salvador:

Es también frecuente la tesis que niega la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo. Esta posición no tiene ningún fundamento bíblico. En efecto, debe ser firmemente creída, como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en él su plenitud y su centro.

Los testimonios neotestamentarios lo certifican con claridad: «El Padre envió a su Hijo, como salvador del mundo » (1 Jn 4,14); « He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). En su discurso ante el sanedrín, Pedro, para justificar la curación del tullido de nacimiento realizada en el nombre de Jesús (cf. Hch 3,1-8), proclama: «Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12). El mismo apóstol añade además que «Jesucristo es el Señor de todos»; «está constituido por Dios juez de vivos y muertos»; por lo cual «todo el que cree en él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados» (Hch 10,36.42.43).

Y: 
Debe ser, por lo tanto, firmemente creída como verdad de fe católica que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida una vez para siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios.

Nadie se extrañe de que consideremos las declaraciones del P. General de los jesuitas actuales con no poca reticencia, sospecha y resistencia. No hacemos de sus palabras interpretaciones temerarias.

Sabemos que en los últimos decenios son varios los jesuitas que han recibido graves reprobaciones de la Congregación de la Fe precisamente por enseñar sobre la salvación de la humanidad, con unas u otras teorías, doctrinas inconciliables con la fe de la Iglesia (Vaticano II, Ad gentes; Juan Pablo II, Redemptoris missio; Dominus Iesus). Recordemos, por ejemplo, las reprobaciones de Teilhard de Chardin (1955), Anthony De Mello (1998), Jacques Dupuis (2001), Roger Haight (2004), Jon Sobrino (2006). Cuando leemos las declaraciones del P. Nicolás tengamos en cuenta que “ya llueve sobre mojado".

La Congregación de la Fe, en la Notificación sobre el P. Haight, S. J., señala que él «afirma que “solo Dios obra la salvación, y la mediación universal de Jesús no es necesaria"». «Según él, además, “es imposible en la cultura postmoderna pensar que… una religión pueda pretender ser el centro, al cual todas las otras han de ser reconducidas"».

Los errores de éstos y de otros jesuitas, difundidos durante muchos años, preferentemente en centros teológicos de la Compañía, y en Editoriales muchas veces jesuitas, no fueron detectados e impugnados públicamente por el General o los Provinciales de la Compañía de Jesús, sino por la Santa Sede romana. Y en ocasiones, aún después de ser reprobados, siguieron contando estos autores con el apoyo público de algunos Provinciales, Profesores y Editoriales de la Compañía. 

Sabemos también, sin ir más lejos, que el P. Juan Masiá, sj, enamorado de las espiritualidades asiáticas, lleva años multiplicando sus herejías y blasfemias sin ser neutralizado por la Compañía de Jesús, por su Prepósito General, concretamente. Y con Masiá podríamos citar a tantos otros jesuitas semejantes.

No necesitamos pelagianismos baratos ni sincretismos paganizantes, que paralizan de hecho la evangelización, sustituyéndola por el diálogo interreligioso. Necesitamos hombres de Dios que confiesen la fe de la Iglesia, y que anuncien el Evangelio con toda la fuerza persuasiva del Espíritu Santo, enseñando la verdad de Cristo y refutando eficazmente todos los errores que le son contrarios. Como lo hizo San Francisco de Javier, Patrono universal de las misiones, y todos los grandes misioneros.

Puede dar gracias a Dios el P. Nicolás de que en el Sínodo de los Obispos se ha escuchado solamente la voz de los Padres Sinodales, que guardan al hablar una gran moderación, proporcionada a sus altas jerarquías. Porque si en el Sínodo se hubiera podido oir “la voz del Pueblo de Dios“, es decir, de los laicos, no cabe excluir la posibilidad de que alguno de ellos dijera con toda franqueza lo mismo que acabo de decir yo aquí con gran libertad.

Exurge Domine et judica causam tuam.

Luis Fernando Pérez Bustamante

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