El Apocalipsis nos dice que son innumerables los santos, los marcados con el sello de Dios en sus frentes: doce mil de cada una de las doce tribus de Israel. Estas doce tribus representan a la Iglesia, a todo el pueblo de Dios. Y en cuanto a los números, el doce se interpreta como plenitud, y el mil como solidez. El mismo autor sagrado dice que se trataba de una muchedumbre ingente de toda nación, pueblos y tribus.
Efectivamente. Son incontables los santos y santas canonizados, que han merecido el honor de los altares. Pero los santos canonizados no son más que una mínima parte de los siervos y siervas de Dios, que con la ayuda de la gracia divina supieron ser fieles y practicaron la virtud en grado heroico.
Es la confirmación de la vocación universal a la santidad de que nos habla Jesús mismo cuando dice: “Sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial. (Mateo 5:48)
Pero ¿qué hacer con los santos anónimos, que no han recibido el reconocimiento oficial de la Iglesia? La Iglesia no los olvida. Este es el sentido de la fiesta de hoy: celebrar solemnemente a todos los santos que no figuran en el calendario. Ellos están ante Dios y ruegan por nosotros. En el cementerio de Arlington, de Washington, junto a la tumba del presidente Kennedy, hay un monumento al Soldado Desconocido, con esta hermosa coletilla: desconocido, "but not to God", pero no para Dios.
Era una costumbre ya de los paganos. Los griegos y romanos tenían dioses para todas las actividades y profesiones. No querían que ningún dios se quedara sin templo. Así, Agripa, veintisiete años antes de Cristo, construyó en Roma el Panteón, dedicado a Augusto y a todas las deidades romanas. El Panteón lo bautizó luego el Papa Bonifacio IV con el nombre de Santa María y de todos los mártires. Más tarde, en el siglo IX, el Papa Gregorio IV mandó que se celebrara en toda la Iglesia la fiesta de Todos los Santos, para que ninguno quedase sin la debida veneración.
Una vez un catequista preguntó a un niño qué era un santo. El niño, antes, estando un día en la iglesia, preguntó a su mamá qué eran aquellas figuras que veía en las vidrieras de la iglesia y que brillaban tanto cuando salía el sol. Su mamá le había dicho que eran santos. Y ahora el niño contestó al catequista con rapidez y precisión: Un santo es un hombre por donde pasa la luz. Preciosa definición.
Eso son los santos: seres transparentes, espejos de la luz de Dios, que se purifican constantemente para captarla mejor y reflejarla más perfectamente. Esos son los santos: los grandes amigos de Dios.
San Bernardo nos enseña cómo celebrar la fiesta de Todos los Santos: «la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. En cuanto a mí, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo de santidad».
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