Negar
la fe de Jesucristo recibida en el bautismo - Dicho de un religioso:
Abandonar irregularmente la orden o instituto a que pertenece.- Dicho
de un clérigo: Prescindir habitualmente de su condición de tal, por
incumplimiento de las obligaciones propias de su estado.
Tales
son tres de las acepciones que
recoge el Diccionario
de la Academia Española de la Lengua para
el verbo “apostatar”. En
general, podemos ver que supone, el hecho mismo de apostatar, el
apartarse de la fe que se dice tener y hacer, en realidad, como si no
se tuviese.
La
apostasía es triste.
Lo es porque, en primer lugar, se hace de menos a Dios que, a través
de su Hijo Jesucristo, quiso que nos confirmáramos en una fe que
supone, nada más y nada menos, que el establecimiento de una
relación fluida no sólo con el Creador (así, dicho en general)
sino con “nuestro” Creador,
Quien nos dio la vida y, además, otra serie de gracias, dones y
libertades. Pero, en segundo lugar, apostatar de la fe que se dice
tener supone caminar, voluntariamente (a nadie se le puede obligar a
hacerlo como vemos en los muchos mártires que han sido y son) por el
mundo sin la compañía de Quien tanto nos ama. Y eso, se diga lo que
se diga, sólo puede ser fuente de pérdida personal y, en fin, como
diría Chesterton,
seguir cualquier cosa que se nos ponga por delante o poner nuestro
corazón en vasijas rotas y no firmemente constituidas por el Amor de
Dios.
Apostatar
es, por eso mismo, manifestación de no tener bien asentada,
en el corazón, la creencia que, hasta entonces, nos sostenía y no
haber asimilado lo que significa ser hijo de Dios (¡y
lo somos! como
dice san
Juan en
su Primera
Epístola, 3,1).
Pero
la apostasía es, también, ciega.
La
ceguera que
nos procura (seguro que se trata de una labor llevada a cabo por el
Príncipe de este mundo o alguno de sus “sobrinos”, como diría
C.S. Lewis) va
encaminada a que no veamos lo que nos conviene que
no es, precisamente, estar a bien con el mundo y con su mundanidad
(¿olvidamos eso de que la polilla aquí todo lo corroe?, Jesucristo
dixit) sino, muy al contrario, acumular para la vida soñada, la
eterna.Nunca
será suficiente decir, escribir y, si es preciso, gritar, que
el más allá del más acá, las praderas del definitivo Reino de
Dios, están preparadas para nosotros. Dios no anhela otra cosa que
tener a sus hijos (todos, pero todos, lo somos) junto a sí, cerca de
su corazón y cobijarlos bajo sus alas amorosas como hace la gallina
con sus polluelos (cf.
Mt 23, 37).
Pero, para eso, ha de ser cada uno de ellos quien decida si, en
verdad, quiere llegar a tal fin o prefiere salirse del camino recto
que lleva al Señor para dar bandazos sin tino y sin sentido por la
vida.
Pero
está la apostasía…
Apostatar
puede hacerse, en general, de dos formas: a
las bravas o, simplemente, disimulando. Ambas son mortales,
espiritualmente hablando, por necesidad aunque la segunda forma mate
poco a poco, despacio, casi sin darse cuenta de lo que se avecina.
Cuando
algún, hasta entonces o nunca, creyente, decide apartarse
definitivamente de la fe católica, lo
hace, seguramente, porque cree (confundido) que nada le dice y que lo
mejor es creer en otra realidad espiritual o… en nada.
Seguramente
tal actuación ha de se suponer un dolor grande para Dios que ve
alejarse a uno de sus hijos porque no ha sido capaz de entenderle…
Sin
embargo, en
tal caso (decir
no con claridad) supone
no incurrir en algo que es más que grave.
Lo dice el Apocalipsis cuando,
en 3,
16 se
recoge esto que es terrible y que debería servir para más de un
espíritu flojo:
“Ahora
bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte
de mi boca.”
El
apóstata por las bravas no es tibio.
En eso sale ganando con relación al otro, del que, silenciosamente,
se va apartando poco a poco de la fe en Jesucristo, de la doctrina de
la Iglesia católica y de lo que supone, en fin, ser católico.
Entonces…
se produce apostasía que no hace ruido,
que es, por tanto, silenciosa y, a fin y al cabo, disimulada, de
parte de quien, poco a poco mostrando una tibieza grande con su fe,
va dejándola de lado. No se aparta de forma definitiva de la fe en
Jesucristo ni de la Iglesia católica pero, a su modo, teniendo una
fe muy sui generis, se va volcando hacia el mundo y mirando a Dios
como si estuviera lejos, lejos, lejos y como si su relación con el
Creador tuviera, poco a poco, menos importancia.
Socialmente
se mantiene, en tales casos, una fe pública pero,
en realidad (recordemos que Dios ve en nuestros corazones y de nada
sirve esta forma de ser y de actuar) se lleva a rajatabla aquello del
cumplimiento en su torcido sentido de cumplo y miento que es lo que
pasa cuando se va ocupando el corazón (templo
del Espíritu Santo,
como bien dice San
Pablo en 1
Cor 3,
16) con lo vacío y se va desalojando a Dios del mismo.
Y
entonces se es, verdaderamente, tibio porque
no se está a lo que conviene y se mantiene apariencia de fe
mientras, en verdad, no se siente la misma ni se ve ocupada la
existencia por ella.
¡Qué curioso que Dios vomite de su boca a quien diciéndose hijo suyo no lo es pero no lo haga con quien se aparta de su lado de forma voluntaria, efectiva y real! Será porque el Creador ama de verdad y no con medias tintas.
¡Qué curioso que Dios vomite de su boca a quien diciéndose hijo suyo no lo es pero no lo haga con quien se aparta de su lado de forma voluntaria, efectiva y real! Será porque el Creador ama de verdad y no con medias tintas.
Medias
tintas espirituales… ¡cuánto ensucian el alma!
Eleuterio
Fernández Guzmán
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