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sábado, 2 de febrero de 2013

Las enseñanzas cristianas no se trastocan ni manipulan.


Raúl Espinoza Aguilera
Con frecuencia escuchamos esta pregunta:

-¿Y por qué la Iglesia Católica no se actualiza? ¿Qué no ha llegado el momento en que se “adapte a los nuevos tiempos”?

Una primera consideración a estos cuestionamientos sería ésta: ¿qué hubiera sido si el mensaje legado por Jesucristo a sus Apóstoles se “hubiera adaptado a los tiempos del Imperio Romano”?

San Pablo describe detalladamente, en sus cartas a los Corintios y a los Romanos, la tremenda degradación moral, en valores, en virtudes tanto a nivel individual como colectivamente. Se observaba a todas luces una sociedad decadente, en la que se cometían graves excesos y depravaciones, que a la postre fueron la causa final del hundimiento de este largo Imperio.

San Pablo insiste en que lo que recibieron del Maestro fue un tesoro espiritual, el “depósito de la fe” y éste no se puede deformar, manipular ni trastocar. Claramente quedaron definidas unas Verdades para Creer (el “Credo”), Diez Mandamientos de comportamiento moral y Siete Sacramentos. “Guarda el depósito que te he entregado”, escribía San Pablo a su discípulo Timoteo.

Y comenta San Vicente de Lerins: “conserva limpio e inviolado el talento de la fe católica. Lo que has creído, eso mismo permanezca en ti, eso mismo entrega a los demás. Oro has recibido, oro devuelve; no sustituyas una cosa con otra, no pongas plomo en lugar de oro, no mezcles nada fraudulentamente”.

En el diálogo ecuménico, el Concilio Vaticano II advierte que es necesario que se exponga con claridad toda la doctrina católica. Y añade: “Nada es tan ajeno al ecumenismo como ese falso irenismo, que daña la pureza de la doctrina católica y oscurece su genuino y definitivo sentido (Unitatis Redintegratio.11).

En otras palabras, lo que viene a decir el Concilio es que no es correcto ni válido, a la hora de dialogar con los no creyentes sobre nuestra fe, aún con la buena intención que se acerquen a nuestra religión, caer en la ingenuidad y ceder en lo fundamental. Pongo algunos sencillos ejemplos.

Me he enterado que hay quienes por congratularse con los no cristianos o católicos llegan a afirmar lo siguiente:

-¿No crees en el Infierno ni en el Demonio ni en el Purgatorio?
-Bueno, eso no acaba de ser lo esencial en nuestra fe sino el amor de Dios.

-¿No crees en la Virgen María?
-Podemos dejar de lado ese tema y ver que lo que nos une es la existencia de un Ser Supremo.

-¿Te incomoda y molesta la moral católica?
-Entonces, para ponernos de acuerdo, podemos llegar a unos cuantos principios comunes de ética universal: el bien, la paz y la fraternidad universal…

¿Dices que la verdad no es objetiva ni universal?
-Bueno, tienes razón, cada quien puede tomar lo que le convenga de la verdad. Lo importante es sentirse bien consigo mismo.

Aclaro que no son ejemplos inventados sino comentarios equivocados que he venido escuchando a lo largo de muchos años. No se percatan que esas posturas supuestamente “aperturistas” no llevan sino a perder la autenticidad de nuestra fe cristiana. Con palabras evangélicas: “La sal se vuelve insípida”. Al principio se cede en cosas pequeñas pero al final se acaba perdiendo el verdadero rumbo que no conduce sino a la grave desorientación doctrinal. En definitiva, el falso ecumenismo es un engaño tanto para el no creyente con el que se dialoga, porque no se le habla con la verdad plena, como con el que pretende conducir ese diálogo y que al final termina más confundido.

Me vienen a la mente unas acertadas palabras del poeta de Castilla, Antonio Machado, quien escribía: “¿tú verdad? ¿mi verdad? no. La verdad. Y vamos juntos a buscarla”. Claro está, con la enorme diferencia, que los católicos partimos de las enseñanzas de Jesucristo quien se definió a sí mismo como “el Camino, la Verdad y la Vida”.

Se puede ser tolerante con los que no piensan como nosotros, escuchar, comprender, tener apertura de mente, dialogar serenamente y con caridad, pero con la Verdad no se puede ceder ya que nos ha sido revelada directamente por el Hijo de Dios Encarnado. Sólo a Él le pertenece plenamente y a nosotros nos toca transmitirla en forma íntegra.

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