A los fieles católicos del Ecuador, a las autoridades públicas y a todos los ciudadanos de buena voluntad.
Introducción
La Iglesia Católica y la convivencia social y política
La Iglesia Católica, que “es en Cristo signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”, consciente que en el mundo crece cada vez más el intercambio entre las personas “y que las relaciones entre los diferentes pueblos aumentan”, reafirma el sentido de su misión propia, que comprende el “fomento de la unidad y de la caridad entre todos”. Este compromiso se fundamenta en la convicción de que “todos los pueblos forman una única comunidad y tienen un mismo origen, así como un único fin último, que es Dios”, de donde surge espontáneamente el deseo de contribuir en todo lo que “conduzca a la mutua solidaridad”.
Estas expresiones del Concilio Vaticano II, utilizadas para destacar la importancia del diálogo y de la justa valoración de las religiones no cristianas, son también muy válidas para expresar las actitudes y motivaciones de la Iglesia Católica en el contexto actual de la sociedad ecuatoriana.
En nuestro país asistimos –dentro del más amplio fenómeno planetario de globalización– a momentos de especial interés por la diversidad de mentalidades, a un intercambio de conocimientos y a la valoración de las diferentes culturas.
En este contexto histórico, la Iglesia católica en el Ecuador, a través de sus Obispos, quiere ratificar su sincero deseo –inspirado en el Evangelio– de ofrecer su aporte para que toda esta nueva sensibilidad se encauce hacia una convivencia civil y política cada vez más sana.
Con tal propósito, además de renovar nuestro compromiso de servir a la sincera fraternidad entre los ciudadanos, a través de las actividades pastorales ordinarias, queremos compartir algunos conceptos sobre la laicidad, el Estado laico y la libertad religiosa. Su adecuado planteamiento reviste no poca importancia y actualidad para una mejor convivencia que todos los ciudadanos deseamos, ya sea como fieles católicos, creyentes de diferentes confesiones o no creyentes.
La convivencia social y política se basa en una sincera amistad civil
Una convivencia social y política justa y libre se desarrolla con solidez “si se basa en la amistad civil y en la fraternidad”. No se trata de establecer acuerdos “neutros” y formalidades impersonales, sino de construir sobre vínculos humanos reales y la valoración positiva de las personas en sus diferentes dimensiones.
Para ello, en cualquier sociedad –también para la ecuatoriana–, es imprescindible incluir, entre los niveles de la convivencia social y del aprecio público, las dimensiones inseparables de la persona individual y de los grupos humanos, como la religiosa en sus distintos aspectos y manifestaciones. Si se la marginara, en la práctica, se estaría negando que pueda aportar algo positivo para la construcción de la convivencia social y política y, también, se daría a entender que no es digna de estar presente o “visible” en los ámbitos importantes de la sociedad. Un mensaje como este no favorece, ciertamente, el fortalecimiento sincero y amistoso de los vínculos sociales, ni el verdadero aprecio.
Con estas reflexiones, los Obispos del Ecuador no pretendemos defender intereses particulares, aunque estos pudieran ser legítimos. Lo que queremos, por fidelidad al Evangelio, es servir al bien integral de las personas, cuya naturaleza comprende inseparablemente “espíritu, alma y cuerpo” (cf. 1 Tesalonicenses 5, 23), como al bien común de la sociedad, que es garantía del bien personal, familiar y asociativo. El sentido y el espíritu de nuestra Carta, por lo mismo, van más allá de cuestiones circunstanciales, –sean políticas, jurídicas o administrativas– y tratan cuestiones más de fondo.
Laicidad y Estado laico
Superar viejos esquemas ideológicos
Es frecuente la confusión entre laicidad y “laicismo”. El “laicismo” busca la “total separación entre el Estado y la Iglesia, sin que ésta tenga título alguno para intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento de los ciudadanos”. Además, pretende reducir la vida religiosa de los ciudadanos a la sola esfera privada, sin ninguna manifestación social y pública. Así piensan aún muchos; incluso llegan a presentar esta concepción como una conquista dentro del reconocimiento y la tutela de los derechos humanos.
Este planteamiento “laicista” proviene de una visión “arreligiosa” y “reductiva” de la vida y del pensamiento, heredera de circunstancias conflictivas del pasado, que definitivamente deben quedar atrás.
El tema de la “laicidad” no puede seguir considerándose, como era frecuente en el siglo XIX, en términos de “relaciones de poder” entre instituciones (Iglesia-Estado). Las circunstancias históricas y las sociedades han cambiado. El día de hoy, a motivo del pluralismo cultural y de los intensos intercambios, es necesario proteger y favorecer positivamente la expresión de todas las riquezas auténticamente humanas.
El Papa Francisco señala que “ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que está sólo para preparar las almas para el cielo”. No es legítimo entonces “relegar la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional”, sin que los creyentes puedan preocuparse por la salud de las instituciones de la sociedad civil, u opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos.
No se habla de “permitir” o “tolerar” puramente en el ámbito privado, sino que se reconoce a la expresión y propuesta religiosa –sea esta individual o colectiva, pública o privada– como un “derecho” que el Estado “garantiza” y “protege” y, además, que “favorece” un ambiente propicio para el ejercicio de este derecho. Sería muy positivo sacar todas las implicaciones y consecuencias sociales, culturales, educativas y tributarias de este derecho constitucional, tanto respecto de la legislación secundaria, como en relación con las actitudes personales de funcionarios públicos y de los ciudadanos.
Nos satisface el claro reconocimiento constitucional de este “derecho de libertad”. Su tenor responde en gran medida a lo que el Concilio Vaticano II había propuesto, en su documento sobre la libertad religiosa, como deber y responsabilidad propia del poder público: “es esencialmente obligación de todo poder civil proteger y promover los derechos inviolables del hombre, debe asumir con eficacia, mediante leyes justas y otros mecanismos adecuados, la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos y crear condiciones propicias para fomentar la vida religiosa, para que los ciudadanos puedan realmente ejercer sus derechos y cumplir las obligaciones de su religión”.
El mismo documento conciliar subraya la importancia de traducir estos principios generales en derechos y garantías concretas, como “el derecho de los padres a elegir con verdadera libertad las escuelas u otros medios de educación, sin imponerles ni directa ni indirectamente cargas injustas por esta libertad de elección”, la garantía de que no se obligará “a los hijos a asistir a lecciones escolares que no corresponden a la persuasión religiosa de los padres”, ni que se les impondrá “un sistema único de educación del que excluya totalmente la formación religiosa”.
Con un concepto positivo de laicidad, en cuanto principio que garantiza y favorece toda expresión y contribución religiosa legítima, se supera la concepción negativa que propicia la ausencia de lo religioso en el mayor número posible de espacios de la sociedad, a no ser que estos fueran estrictamente privados.
Hacia un concepto positivo de laicidad y de Estado laico
Un concepto verdaderamente positivo y libre de presupuestos ideológicos sobre la laicidady el Estado laico es indispensable para dejar de entender a la religión de manera reductiva, como si fuera solo un mero sentimiento que se limita al ámbito de lo íntimo. Ninguna religión histórica ha tenido tales características. La más elemental constatación muestra que todas las religiones han influido en los diferentes ámbitos de la vida humana: personales, familiares y comunitarios. Sin esta “nota peculiar” no se da religión alguna.
Estos hechos son avalados por las ciencias de las religiones. Lo cual es perfectamente lógico, ya que lo propio de la religión es ofrecer un camino de búsqueda y ser un intento de respuesta a los interrogantes más amplios y abarcantes de la existencia humana. Circunscribir, por ello, la dimensión religiosa al ámbito exclusivamente privado e íntimo, excluyéndola de lo familiar, lo social, lo educativo y lo cultural no puede ser fruto más que de una construcción ideológica y ficticia.
Un Estado civilizado y una sociedad madura, por lo tanto, deben respetar, servir y promocionar a las personas y a los grupos humanos tal como son, con sus características e instancias legítimas, sin temores injustificados. Sería inconcebible, comentaba Benedicto XVI, que los creyentes “tengan que suprimir una parte de sí mismos – su fe – para ser ciudadanos activos”.
La “laicidad”, en este sentido, no significa exclusión de lo religioso del ámbito público, cultural o social, en general. Se trata tan sólo de la distinción entre la esfera política y la esfera religiosa; distinción que es “un valor adquirido y reconocido por la Iglesia y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado”.
La Encíclica Deus Caritas est también afirma que “es propio de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre ‘lo que es del César’ y ‘lo que es de Dios’ (cf. Mateo 22, 21), esto es, entre Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales”.
Desde una exacta concepción, igualmente, Estado laico no significa Estado “arreligioso” o, peor, antirreligioso, sino tan sólo “aconfesional”, es decir, que no profesa ninguna confesión religiosa determinada. Por este motivo, “el Estado no puede imponer la religión, pero sí tiene que garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de las diversas religiones; y la Iglesia, como expresión social de la fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar”.
Un principio sano y positivo de laicidad, por consiguiente, implica el respeto de cualquier confesión religiosa por parte del Estado, el cual debe asegurar el libre ejercicio de las actividades celebrativas, espirituales, culturales, familiares, caritativas y educativas de las comunidades de creyentes. En una sociedad pluralista, hacia la que nos encaminamos cada vez más, esta laicidad positiva está llamada a ser “un lugar de comunicación entre las diversas tradiciones espirituales y la nación”.
Derecho de los creyentes a la participación social y política
Si la religión no puede ser limitada exclusivamente a su dimensión espiritual y cultual, las implicaciones sociales y culturales, con sus necesarias consecuencias éticas, así como las distintas propuestas políticas de los creyentes, tienen pleno derecho a que se les reconozca su legítima presencia en el ámbito público, sin que la inspiración religiosa de sus planteamientos –en mayor o menor medida que los tuvieren– les reste valor alguno frente a los demás.
La verdadera laicidad debe “tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan a la construcción del orden social”. Por consiguiente, quienes, “en nombre del respeto de la conciencia individual, pretenden ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con la propia conciencia un motivo para descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, están cayendo simplemente en un laicismo intolerante”, lo cual no favorece “el futuro de ningún proyecto de sociedad ni la concordia entre los pueblos”.
El campo de la política no tiene por qué ser un espacio religiosamente “neutro”. ¿Por qué debería serlo? La política es el espacio propicio para el encuentro respetuoso y el diálogo abierto entre las diferentes visiones de la sociedad, – también las inspiradas en lo religioso– condicionado exclusivamente por el sincero deseo de todos los actores de servir al bien común. Por esta razón “los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la “política”, entendida como la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común”.
Los pastores, ha recordado el Papa Francisco, “también tienen derecho a emitir opiniones sobre todo aquello que afecte a la vida de las personas, ya que la tarea evangelizadora implica y exige una promoción integral del ser humano”; pues “todos los cristianos, también los Pastores, están llamados a preocuparse por la construcción de un mundo mejor”.
La responsabilidad de los pastores se refiere a la política en cuanto búsqueda del bien común en sentido amplio, propia de todos los ciudadanos y de las instituciones sociales. Este compromiso no puede entenderse como una injerencia indebida en el ámbito político, de la gestión estatal o de las luchas partidistas, por parte de las autoridades religiosas.
La misión de los pastores y la de los laicos, por lo que hemos afirmado, son muy diferentes. Mientras la primera se circunscribe al campo de los principios, los juicios de valor y las actitudes generales; la segunda implica entrar ya, en primera persona, en las circunstancias e intereses de las luchas partidistas y de la gestión de la cosa pública.
Desde esta óptica, es muy saludable el compromiso asumido por la Santa Sede, en el Modus vivendi firmado con el Ecuador, de renovar “sus órdenes precisas al clero ecuatoriano a fin de que se mantenga fuera de los partidos y sea extraño a sus competiciones políticas” (art. 4), y que es un compromiso que se deriva de la misma ley canónica (cf. Código de Derecho Canónico, c. 285 § 3). Esto, sin embargo, no afecta para nada “la plena libertad para predicar, exponer y defender la doctrina y moral católica”, que el mismo Estado ecuatoriano reconoce a la Iglesia en este acuerdo internacional.
Libertad religiosa
La Iglesia Católica proclama la libertad religiosa
La Iglesia Católica, “fundada en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la Palabra revelada de Dios y por la misma razón natural”, considera que toda persona humana tiene derecho a la libertad religiosa.
La libertad religiosa, como lo ha expresado el Concilio Vaticano II, consiste “en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier poder humano, de modo que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida actuar conforme a ella en privado o en público, solo o asociado con otros”.
La libertad religiosa es indispensable para garantizar un Estado de Derecho
La libertad religiosa no es un “derecho más” entre otros; menos aún, una “concesión” del Estado a grupos particulares de una sociedad. Es la base más firme donde los derechos humanos se fundamentan de manera sólida.
La libertad religiosa garantiza, protege y potencia la apertura del ser humano hacia Dios, que, al ser buscado como Verdad plena y sumo Bien, muestra, de una manera especial, el valor superior de la persona humana y su dignidad inviolable. Restringir y limitar lo que da tanto sentido a la vida e indica la grandeza y profundidad del alma humana, sería claramente imponer una visión reductiva de la persona.
En efecto, ¿en virtud de qué valor “superior” se podría justificar que se coarte aquello que ha otorgado la mayor dignidad posible a las personas, como es su vinculación con el mismo Dios? Si existen “derechos humanos” reconocidos como inviolables, es porque tenemos conciencia de que existe algo “especial” en las personas, que les da un valor que nunca se pierde y se debe respetar siempre.
La religión, en sus diversas expresiones históricas, de hecho, ha sido la que mejor destaca y preserva esta conciencia de la “grandeza” de la persona. Entre nosotros, concretamente, ha contribuido de forma decisiva a la formación de la nacionalidad. Por ello, todo intento por limitar la dimensión y la práctica religiosa de las personas, –o subordinarlas a cuestiones cambiantes– implica una disminución de la conciencia de su valor y dignidad. Si esto sucediera, se abre la puerta a irrespetar, por motivos cada vez más secundarios, los derechos más fundamentales. En cambio, “cuando se reconoce la libertad religiosa la dignidad de su persona se respeta en su raíz”. El grado de libertad religiosa es un buen indicador “para verificar el respeto de todos los demás derechos humanos”.
El llamado Pacto internacional de derechos civiles y políticos, que firmaron los Estados miembros de las Naciones Unidas en 1966, también reconoce que “la libertad de manifestar la propia religión o las propias creencias estará sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la salud o moral públicos, o los derechos y libertades fundamentales de los demás” (art. 18 § 3), sin otro tipo de restricciones.
La libertad religiosa, por consiguiente, no es patrimonio exclusivo de los creyentes, sino de toda la familia de los pueblos de la tierra. Es una auténtica conquista de progreso político y jurídico, y un elemento actualmente imprescindible para un verdadero Estado de Derecho.
La libertad religiosa exige garantías públicas
La libertad religiosa no se limita a la mera convivencia de ciudadanos que practican privadamente su religión, al solo ejercicio libre del culto, ni se agota en la simple dimensión individual. La libertad religiosa se concreta también en la propia familia -constituida en la unión entre un hombre y una mujer, generadora de vida-, en la comunidad y en la sociedad, por la propia naturaleza relacional de las personas y la dimensión social de toda religión.
Los creyentes, en tal virtud, deben contar con la garantía de poder manifestar públicamente su religión, en los diferentes espacios de la sociedad, de dar testimonio de lo que creen y de proponerlo a los demás y, por supuesto, de aportar a la consecución del bien común y del recto orden familiar, social, de acuerdo con los principios inspirados o derivados de su fe.
La fe cristiana propone un modo integral de vida. No es posible entonces pretender que los creyentes tengan dos vidas paralelas; por una parte, la vida “espiritual”, con sus valores y exigencias; y, por otra, la vida “secular” de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del servicio público, del compromiso político y de la cultura. “Vivir y actuar políticamente en conformidad con la propia conciencia no es un acomodarse a posiciones extrañas al compromiso político o una forma de confesionalidad, sino expresión de la aportación de los cristianos para que, a través de la política, se instaure un orden social más justo y coherente con la dignidad de la persona humana”.
El Estado y los diferentes miembros de la sociedad, en consecuencia, no sólo deben “tolerar” la expresión pública de las propuestas sociales inspiradas en la fe, sino proteger y promoverla. Es así cómo se fortalece el respeto de la conciencia y la igualdad de los ciudadanos y el reconocimiento de todos los aspectos de la dimensión religiosa.
El Estado laico, de esta forma, está llamado a servir a los ciudadanos y a la sociedad de acuerdo con las características propias de ésta, ya sean culturales, económicas, lingüísticas o religiosas. El Estado, precisamente por ser “Laico”, no debe poner a sus ciudadanos, cuando estos recurren a él o deban recibir sus servicios, condiciones religiosas excluyentes, que no hagan justicia a su idiosincrasia o que desconozcan en la práctica la innegable dimensión social de la religión.
El Estado laico, en consonancia con lo anterior, debe también destinar parte de los recursos que administra, –que en último término pertenecen a todos los ciudadanos– para facilitar que los hijos reciban la educación religiosa y moral de acuerdo con las convicciones de las familias, sin que éstas deban asumir ulteriores cargas. Igualmente, debe hacer accesible la atención espiritual de los creyentes en situaciones y lugares particularmente sensibles a lo religioso (hospitales, cárceles), ayudar a las misiones católicas para sostener sus servicios de educación y salud, apoyar la asistencia espiritual de las fuerzas del orden, entre otras.
Conclusión
La laicidad del Estado está llamada a reconocer, valorar y garantizar la presencia de la fe cristiana y de las otras confesiones religiosas en el ámbito familiar, social y cultural. Esta visión positiva de laicidad no excluye, por lo tanto, las expresiones religiosas de los espacios públicos, como una opción para favorecer una eventual “neutralidad” religiosa estatal.
La laicidad, en este sentido positivo, debe ser asumida como un valor de suma importancia en las familias, en los centros educativos, en las instancias públicas, en las iglesias, en los medios de comunicación y en otros ámbitos, en aras de la amistad civil y de la colaboración respetuosa entre todos, tan necesarias para la construcción de un mundo mejor.
La libertad religiosa es un derecho inviolable e irrenunciable del ser humano; un derecho que redunda en una mayor valoración de la persona, en cuanto reconoce como lícitas, buenas y dignas de ser compartidas las visiones religiosas, que esencialmente implican un significado profundo y trascendente de la vida.
El Estado laico tiene el deber de proteger, garantizar y promover la laicidad y la libertad religiosa, como instrumentos para fortalecer la democracia y la misma sociedad, debido a que estas favorecen una mayor participación de la ciudadanía y ayudan a superar prejuicios ideológicos e injustificadas limitaciones al interior de la sociedad, en un ambiente de mutua amistad y colaboración.
Quito, 13 de marzo de 2014
Nuestros
Obispos defienden la laicidad del estado
y la libertad religiosa. Esos fueron
dos valores que se violaron en Sucumbíos después que salió de nuestra provincia
Monseñor Gonzalo López, dejando atrás de sí una iglesia debilitada y totalmente
deformada, y un terreno minado por una nefasta ideología.
Todavía padecemos estos males…
No hay comentarios:
Publicar un comentario