A propósito de unos comentarios de un cierto blog
PUERTAS CERRADAS son las que tienen los corazones de los pocos náufragos de Isamis que todavía persisten en su utopía.El pobre resultado de cuarenta años no hace que se abran esas puertas. Las llamadas de atención del Magisterio pontificio y latinoamericano, tampoco. El informe del Visitador Apostólico, tampoco. La carta del cardenal Días (“el nuevo Administrador Apostólico tendrá que organizar el Vicariato e implantar de manera diferente todo el trabajo pastoral”), tampoco. La novedad de la evangelización de los misioneros heraldos, tampoco. El resultado de las encuestas de opinión y las manifestaciones públicas, tampoco. El retiro de los seis carmelitas rebeldes a pedido del propio Santo Padre, tampoco. La labor de los nuevos sacerdotes venidos de otras diócesis del Ecuador, tampoco. La paciencia y las advertencias de Mons. Mietto, tampoco.
Nada los hace recapacitar. Puertas cerradas y corazones de piedra.
Ahora critican que “se cuide en exceso los espacios sagrados” y el temor al patriarcalismo, a la espiritualidad y a la obediencia. Concluyen en su lógica… ilógica: “no necesitamos abrir puertas”.
Pues que se queden en su aislamiento y en su fracaso, al contrario de los apóstoles que fueron heraldos del Evangelio: salieron del cenáculo y fueron por todo el mundo a anunciar la buena nueva, el don de Dios: bautismo, Eucaristía, perdón de los pecados y todos los tesoros de la Iglesia jerárquica y sacramental, riqueza de los pobres y de los sencillos.
Una precisión, un detalle: el Resucitado no es un “asesinado” sino una víctima que se entregó a la muerte en obediencia al Padre y por amor a los hombres.
La obediencia y el amor van juntos. La rebelión y el odio, también.
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